Fantochino

El príncipe heredero Mateo I, a pesar de su sangre azul, es muy dócil y se presta a cualquier clase de juego estúpido al que su inmaduro padre quiera someterlo. Por ejemplo, si se lo sostiene por debajo de los brazos mirando hacia el frente, él planta firmemente sus piecitos en forma de empanada sobre el regazo de quien lo carga y se mantiene relativamente erguido, conformando una perfecta marioneta.

Varias de sus interpretaciones se han hecho ya muy populares entre el público, pero sin dudas su personaje más logrado es el de Mangão, el rudo campesino del Mato Grosso brasilero. Fanático del Minas Gerais, Mangão es recio y no se anda con rodeos a la hora de exigir lo que considera suyo. "¡Mulher!", le vocifera a su madre en un portugués tosco, con la garganta ronca por años de cigarros caseros de hoja de banano seco. "¡Voce vai trazer a sua leite pra mim, agora! ¡Seu peito suculento e meu, tudo meu!" La pobre, aterrada, sólo atina a ceder ante los deseos salvajes de este amenazante sujeto, que llega a su cabaña hambriento luego de largas horas de cosechar papayas al rayo del sol.

Mateo sigue desarrollando de manera constante muchas otras identidades para sus minúsculas obras teatrales. Una de las que más promete es la de Gerard Möendenblach, el sofisticado crítico de arte alemán, quien en un monocorde castellano pleno de erres guturalmente arrastradas conceptualiza al pecho materno como una "escultura orgánica nutricional de originalidad dudosa" y luego lo chupetea con fingido desinterés.

Aunque la creatividad del pequeño actor parezca inagotable, estos espectáculos a la hora de la cena tienen los días contados. Es que, ávido de libertad, el títere tarde o temprano cortará los hilos que lo unen con su molesto titiritero. Y, por mucho que quien esto escribe vaya a extrañar a Mangão y a Gerard, estará muy bien que así sea.