Fabulando

Érase una vez un matrimonio de campesinos que vivía en una cómoda cabaña en las afueras de un bosque. Allí cultivaban frambuesas rojas como rubíes y melocotones tan suaves que, si uno cerraba los ojos al tocarlos, ni siquiera se enteraba de que lo estaba haciendo. Con estas frutas se dedicaban a confeccionar mermeladas y confituras que luego vendían por las mañanas en la feria de un pueblo cercano, y así pasaban plácidamente sus días.

La doncella de la casa se llamaba Isolina, y era hermosa como el instante en que vuelve a asomar el sol luego de un chaparrón de verano. Sus manos olían siempre a azúcar y podía derretir la nieve con una simple sonrisa. Tanta armonía había en sus facciones, tan grácil era su andar, que cualquier príncipe hubiera sido capaz de librar mil batallas por el amor de semejante muchacha. Sin embargo allí estaba ella, abrumadoramente sencilla, feliz entre sus árboles en flor y cuencos rebosantes de almíbar.

Su marido Leopoldo, muy por el contrario, era lo más cercano a un esperpento que jamás se hubiera visto en el reino y sus alrededores. No había parte de su cuerpo que no estuviera cubierta por algún tipo de verruga, mancha o escoriación supurante. Había perdido el ojo izquierdo en una reyerta de juventud y, quizás para compensar, un ataque crónico de reuma lo obligaba a renquear de la pierna derecha. Además, no era demasiado adepto a tomar baños, y hedía tanto que las mariposas que osaban acercársele a menos de diez yardas caían fulminadas en forma instantánea. Cuando bebía alcohol, lo cual ocurría con gran frecuencia, solía tornarse violento y propinarle largas zurras a Isolina sin razón alguna. Era tan terrible y bien ganada su fama de espanto que las madres de la comarca solían amenazar a sus pequeños con "llamar a Leopoldo el Dulcero" si se negaban a marcharse a la cama por las noches.

Un buen día, Leopoldo se sentó a la mesa del almuerzo con aire preocupado. Una sombra de mortificación cruzaba su espantoso semblante y su lengua verdosa jugueteaba nerviosamente alrededor de los pocos dientes que le quedaban.

—¡Leopoldo, luces tan preocupado! ¿Ocurre algo malo? —preguntó tiernamente Isolina, mientras terminaba de preparar un delicioso potaje de ganso, habas y romero.

—Tengo la terrible sospecha de que nuestro creador me odia, Isolina.

—¿Nuestro creador? Pero... ¿de qué estás hablando, marido mío? —respondió ella en esa voz aterciopelada capaz de hacer callar, avergonzados, a los pájaros más armoniosos de todo el bosque—. Por favor, dime que no has estado bebiendo aguardiente de calabaza con tus amigos otra vez.

—Me refiero al encargado de detallar nuestras vidas hasta este preciso momento, aquél quien se arrogó la infausta tarea de dictar nuestro destino. ¿Es que acaso no te das cuenta, mujer? ¡Ese bastardo no pudo haber imaginado nada peor que este engendro deleznable que veo cada mañana en el espejo! Mi horripilante apariencia exterior es sólo comparable con la inmundicia que desborda de mi negro y frío corazón.

Leopoldo sacudió su cabeza amargamente por unos segundos antes de continuar.

—Y lo que resulta aún peor de todo este asunto es tu increíble belleza. Eres tan perfecta que no me cabe duda alguna de que está absolutamente enamorado de tí.

—Ay, pero qué cosas dices, cariño. ¿Realmente crees que somos sólo el resultado de la febril imaginación de un pobre loco? Mejor olvídate de tus infundados recelos y prueba este guiso, que seguramente te calentará el estómago y mejorará tu humor.

Tomando su cuchara con aire distraído, Leopoldo tomó un bocado del humeante preparado que Isolina colocó frente a él, sin dejar de hablar y quejarse mientras masticaba.

—No son sólo desvaríos míos, te lo aseguro. Es bien sabido que cuando alguien en un relato es tan repugnante como yo, tarde o temprano terminará por ser eliminado, pues es lo que los lectores quieren. Ésa es justamente la definición clásica de un villano, ¿o no? Tendré que andar con mucho cuidado de ahora en más—. Levantando un dedo intimidante, agregó: —¡Y si me llego a enterar de que tú estás en complicidad con este cuentista de cuarta, te espera tal paliza que...!

Leopoldo nunca pudo terminar de proferir su amenaza, pues comenzó a sufrir violentas convulsiones y su único ojo sano se puso en blanco. Se tomó el cuello con una mano intentando en vano volver a respirar, mientras estiraba su otro brazo buscando inútilmente la ayuda de Isolina, quien observaba la escena con inmóvil placidez. Eventualmente, luego de una serie de accesos de tos sanguinolienta, Leopoldo se desplomó pesadamente sobre la mesa y exhaló su último suspiro con el rostro hundido en su fatal plato de comida.

Con toda la calma del mundo, Isolina salió de la cabaña, tomó una pala del depósito de herramientas aledaño a la huerta y se dispuso a cavar una sepultura para su malogrado esposo, junto al arbusto de frambuesas más fértil de la plantación. Tarareando una melodía imposiblemente dulce, trabajó sin prisa: tenía por delante un futuro de dicha eterna y la sensación de libertad resultaba embriagadora.

A su alrededor, el cielo de la tarde era más azul que nunca.

Moraleja: Si de fábula tú eres personaje y son muchas las penurias que te abruman, pues seguro que tu escriba te aborrece. Fuego, balas o veneno de un brebaje, (te lo digo yo, que soy el de la pluma): mil maneras hay, es fijo que pereces.