En la carabela

Medicina de alta mar

A la hora de repasar los variopintos miembros de la malograda tripulación de "La Mozalbeta", uno de los nombres quizás más injustamente olvidados es el de Vicente Magariños, un frágil anciano oriundo de Galicia que ocupó el cargo de médico oficial de la nave. Serán estos breves párrafos un intento de rescatar a este notable personaje del rincón más oscuro de la historia.

Durante los más de doscientos días que duró aquel patético intento de travesía comandado por el capitán Lozano, apenas hubo descanso para el doctor Magariños. Recordemos que la amplia mayoría de los tripulantes de la nave eran poco más que pandilleros barriales, estafadores y reos de la peor calaña, y es bien sabido que las vidas licenciosas que caracterizan a este tipo de individuos no son conducentes a un óptimo estado de salud. El ya magro panorama se complicaba aun más por las cuestionables condiciones sanitarias de "La Mozalbeta": entre el apuro por reconstruir la nave (al que ya nos referimos oportunamente) y su escasa idea de todo lo relacionado a la ingeniería naval, Lozano jamás pensó en cubrir algunas de las necesidades más básicas, por lo que los sesenta y ocho tripulantes se vieron obligados a compartir un mismo excusado de sólo un par de metros cuadrados, que hacía las veces de ducha, lavatorio y retrete. Si a estas condiciones sumamos la escasa cantidad y variedad nutricional de los alimentos que se embarcaron al zarpar, no resulta sorprendente que males como el escorbuto, el beriberi, la difteria y el cólera hicieran estragos entre estos infortunados marinos.

Nuestro solitario facultativo, sin embargo, jamás pareció amedrentarse ante la terrible situación. Encerrado en su pequeño camarote, el cual utilizaba también como consultorio, Magariños hacía pasar de a uno a los hombres que se abarrotaban a su puerta, muchos de los cuales lloraban de dolor por las llagas que se multiplicaban en sus bocas, deliraban consumidos por la fiebre, o simplemente se desmayaban por culpa de la deshidratación y los calambres intestinales. Hablando en tonos dulces y monocordes, el doctor los hacía recostar en un pequeño camastro y procedía a auscultarlos con cierta parsimonia. Magariños luego consultaba durante largos minutos un enorme libraco de tapas de cuero con la palabra "Vademécum" inscripta en letras doradas, al cual jamás permitía que se le acercara nadie que no fuera él mismo. Por último, metía sus manos en un misterioso baúl negro, mezclaba vaya uno a saber qué brebajes, y emergía tras unos minutos blandiendo una vetusta cuchara que invariablemente rebosaba de un líquido pegajoso y dulzón. Y a pesar de que sus recetas caseras para las distintas enfermedades parecían ser (al menos a simple vista y gusto) notablemente semejantes entre sí, lo cierto es que todos aquellos que entraban a su consultorio casi al borde de la muerte, resurgían minutos después desbordantes de una eufórica energía, listos para volver a enfrentar la dura vida en alta mar.

El capitán Lozano, con buen tino, consideraba al doctor como una pieza fundamental para mantener la relativa integridad de su tripulación, y se preocupó siempre por su seguridad durante los numerosos motines que se sucedieron a lo largo de su periplo. Sin embargo, durante una feroz revuelta que tuvo lugar pocos días antes de la zozobra final de "La Mozalbeta", Magariños fue atacado por un grumete absolutamente enloquecido por el hambre y el intenso frío, quien lo arrojó por la borda acusándolo a grito pelado de practicar magia negra y de ser el responsable de que Dios los estuviera castigando.

Tras su muerte, llegado el momento de vaciar el camarote del malogrado doctor y lidiar con sus efectos personales, es que nos encontramos con las aristas más notables de esta historia. Cuando los curiosos marinos al fin tuvieron la oportunidad de asomarse a las páginas de su afamado vademécum, constataron con asombro que los únicos contenidos que guardaban dichas páginas eran litografías en tinta china de señoritas muy ligeras de ropa, enfrascadas en actividades bastante alejadas de la ciencia farmacéutica. Y su baúl de médico, al que suponían atiborrado de decenas de distintos componentes medicinales, tan sólo contenía tres sustancias (hecho que claramente develaba la misteriosa similitud entre todas sus recetas): un botellón de melaza de cedro, un frasquito con agua de alcanfor y catorce kilogramos de polvo de opio de gran pureza.

Si bien varios historiadores luego comprobaron que Vicente Magariños jamás había obtenido ningún tipo de entrenamiento en las artes medicinales y que se trataba en realidad de un simple charlatán de feria, quien esto escribe se niega a minimizar su indiscutible aporte en esta fascinante aventura.

Es hora de levantar nuestras copas en su memoria, buen doctor. ¡Salud!

(Anteriormente, en esta misma saga: Proa hacia allá, Madera verde)

Madera verde

Entre el apuro por hacerse a la mar (motivado, según dicen, por escapar cuanto antes de sus acreedores) y los míseros recursos económicos a su disposición, el capitán Fernando Luis Lozano se vio obligado a sacrificar varios aspectos cualitativos de su ambicioso proyecto de circunnavegación. Los miembros de su tripulación, por caso, fueron seleccionados al azar entre los comensales de una cantina aledaña al puerto de Castro Urdiales y contaban, sin excepción, con una experiencia carcelaria mucho más vasta que lo que la prudencia recomendaría. A la hora de adquirir los comestibles para ser consumidos durante el periplo, Lozano sólo contaba con dinero suficiente para hacerse con seis quintales de nabos valencianos en escabeche, conserva ciertamente deliciosa pero algo monótona luego de un par de semanas de travesía. A falta de brújulas, catalejos y sextantes, un simple juego escolar de escuadra, compás y transportador (obsequiado junto al fascículo de otoño de una popular publicación infantil de la época) habría de funcionar como única herramienta de navegación.

Quizás uno de los mayores sacrificios fue el de la nave propiamente dicha, la hoy legendaria "Mozalbeta". Como nuestro atribulado aventurero no lograba costearse una embarcación decente, tuvo que conformarse con una vetusta y descalabrada carabela que compró a un viejo comerciante marino de la zona a cambio de seis doblones de oro y los favores amatorios de su mismísima hermana (quien, convengamos, no ofreció demasiada resistencia al enterarse de la oferta que la contaba como protagonista). Tan derruidos se encontraban el casco y las estructuras internas de la nave, sobreviviente a duras penas de incontables hundimientos, que era imposible zarpar sin antes taponar al menos los boquetes más importantes. Lozano ordenó entonces a algunos de sus hombres que hacharan varios ejemplares de los árboles más imponentes que encontraran en las afueras de la ciudad, con la idea de utilizarlos como material reparatorio. Así fue que, con las nuevas planchuelas de remiendo aún rezumando savia pegajosa, "La Mozalbeta" y su dudoso equipo de navegantes partieron rumbo al Norte.

Uno de los efectos secundarios más curiosos de tan apurado emparchamiento, además de sonoros chirridos al surcar mares embravecidos y una curiosa tendencia a atraer cardúmenes de barracudas y tiburones, fue que estos tiernos maderos absorbieron la natural humedad del ambiente marino a raudales y, como es lógico, comenzaron a dejar brotar verdísimos retoños a diestra y siniestra. A los pocos días de zarpar, el área de camarotes asemejaba un verdadero bosque, tan frondoso que un grumete se dedicaba exclusivamente a acompañar a los miembros de la tripulación hacia sus catres, abriendo camino a fuerza de machetazos.

Este molesto inconveniente, sin embargo, tuvo una faceta ciertamente positiva: al estar rodeados de tan profusa vegetación, originaria de los campos en los que habían nacido y crecido, los salvajes marinos dormían arropados por los aromas de su niñez y soñaban dulcemente, recordando largas tardes de verano a la vera del arroyo, los ojos almendrados de aquellas niñas en el pueblo al otro lado del monte y las caricias tibias de sus madres al darles el beso de las buenas noches. Muchos aseguran que esta sensación de pleno bienestar infantil a la hora de conciliar el sueño pudo haber atemperado los ánimos habitualmente inflamables de estos toscos muchachos, al punto de retrasar por varias semanas el inevitable y violento final de tan infausta travesía.

Y fue así que la premura, la naturaleza y el azar, en extraña sociedad, conspiraron para que esta odisea (que jamás tendría que haber comenzado) se prolongara bastante más que lo estrictamente necesario.

(Anteriormente, en esta misma saga: Proa hacia allá)

Proa hacia allá

Una mañana despejada de Junio de 1487, una enclenque carabela bautizada como "La Mozalbeta" zarpaba desde el Puerto de Castro Urdiales, a orillas del Mar Cantábrico, con sesenta y ocho almas a bordo. A su mando se encontraba un joven marino de nombre Fernando Luis Lozano, nacido en algún poblado del Reino de Murcia apenas tres décadas antes.

El objetivo de la expedición de Lozano, como tantos otros aventureros de la época, era el de encontrar una nueva ruta comercial a las Indias para la Corona española. Precediendo en varios años a Cristóbal Colón, quiso también Lozano aprovechar el concepto relativamente reciente de una Tierra esférica. Pero a diferencia del celebérrimo navegante genovés, no fue su idea la de enfilar hacia el Poniente, sino que zarpó con decidido rumbo Norte.

Escribía por aquel entonces Lozano en su diario personal: "Si acaso no es falaz esta redondez del Mundo que Dios parece haber decidido, y si acaso los lujos de Catay, Cipango y Cachemira nos esperan justo en el punto opuesto a la recámara en la cual estas palabras escribo, pues poco importa el cardinal que la brújula indique al momento de hacernos a la mar. ¡Sur, Oeste, Norte, da lo mismo! Todos los trazados circunvalantes se encontrarán en las antípodas, pues es tal la belleza de las esferas. Opto yo por el Norte, entonces, porque el caprichoso lucero así lo indica. Un rumbo firme y la protección de Nuestro Señor no pueden significar otra cosa que un arribo eventual a aquellas tierras rebosantes de seda, oro y azafrán."

Pero lo que Lozano tenía de farragoso y florido a la hora de redactar bitácoras se contraponía con una absoluta falta de las nociones más básicas de climatología, cartografía y navegación marina. Como era de esperarse, su embarcación terminó por zozobrar en las costas de lo que hoy es Noruega, debido a la fatal combinación de una tormenta de nieve y el motín de lo poco que quedaba de su tripulación. Aún más notable es el hecho de que "La Mozalbeta" tardó casi siete meses en completar tan corto trayecto, lo que demuestra a las claras la terrible impericia de Lozano detrás del timón.

Signada por la incompetencia, la obstinación y, por qué no, la estupidez, la de Lozano es una historia tan irrelevante que no merece siquiera ser contada. Pero de injusticias está llena el mundo, y la existencia de la serie de relatos que hoy iniciamos es tan sólo una de ellas.